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martes, 3 de abril de 2012

La evidencia de la salida de Egipto (explicaciones no biblicas)


Los más devotos aseguran que la historia del Éxodo está “comprobada” en todos sus detalles; por otro lado, algunos arqueólogos e historiadores ponen en duda que aquellos acontecimientos hayan siquiera ocurrido. Al parecer, ninguno tiene la razón

Entre la infinidad de presentaciones en PowerPoint que circulan por internet, hay una que muestra supuestas ruedas de carruajes egipcios en el fondo del Golfo de Akaba, en el Mar Rojo. Extrañamente, este descubrimiento sensacional no figura en ninguna fuente científica; solo en ese correo electrónico, y en algunas páginas web de corte religioso.

Obviamente, debe resultar difícil hallar evidencias arqueológicas de acontecimientos que ocurrieron, según la cronología bíblica, hace unos 3300 años, sobre todo si gran parte de tales sucesos tuvo lugar en el desierto y no se sabe dónde buscar. Sin embargo, la salida de los israelitas de Egipto, y el personaje de Moisés, revisten tal importancia en la tradición judía, cristiana y musulmana, que a lo largo de los siglos se han buscado pruebas y reliquias que sirvan para reforzar la fe.

Una de los dificultades ha sido que no existen referencias a la historia del Éxodo en los detallados anales del antiguo Egipto, si bien —a diferencia de las afirmaciones de los historiadores “revisionistas” extremos— sí existen menciones a “Israel” y a pueblos semitas esclavizados en algunas estelas egipcias.

Datos enigmáticos

Un primer punto a considerar es el demográfico. Según la Torá, la familia de Jacob que se trasladó a Egipto durante la hambruna en Eretz Israel estaba integrada por 70 personas. Cuatro siglos más tarde salen de Egipto más de 600.000 hombres, es decir, que contando a sus mujeres e hijos podrían ser al menos dos millones de personas. Que los israelitas aumentaran su número en semejante proporción en tan solo dieciséis generaciones (a pesar de que buena parte de ese tiempo estuvieron sometidos a los malos tratos que implica la esclavitud), solo puede entenderse si muchos egipcios y otros pueblos se convirtieron a la fe hebrea. Sin embargo, el texto bíblico no hace mención de ello.

Uno de los estudios más conocidos es el del autor alemán Werner Keller en su clásica obra Y la Biblia tenía razón (Disponible en biblioteca de Salon del Reino). Como otros investigadores, Keller asocia la época de oro de los israelitas en Egipto con la del dominio de ese país por los hicsos, un pueblo “asiático”, posiblemente semita. Los hicsos conquistaron el norte de Egipto en el siglo XVII antes de nuestra era; según algunos historiadores, fueron ellos quienes introdujeron el caballo y el carro de guerra en Egipto.

De acuerdo con el razonamiento de Keller, el que nombró a José (Yosef) virrey de Egipto era uno de los gobernantes hicsos, y por esa razón “el faraón nuevo que no había conocido a Yosef”, mencionado en la Torá, además de que vivió en tiempos muy posteriores a este, literalmente no quería saber nada de él ni de su pueblo, pues se había encumbrado al poder en tiempos en que Egipto sufría la dominación extranjera.

Otro tema de discusión es identificar al faraón de la historia bíblica, ya que la Torá solo lo llama par’ó (“el faraón”). Por lo general se le identifica con Ramsés II, de la dinastía XIX, cuyo reinado duró 67 largos años (del 1279 al 1212 a.e.c., aunque según Keller fue del 1301 al 1234).

Por otra parte, de acuerdo con la cronología judía, la salida de Egipto ocurrió en el año 2448, que corresponde al 1312 a.e.c., es decir, durante el reinado de Horemheb, de la dinastía XVIII.

Sin embargo, resulta más fácil asumir que fue Ramsés II, porque este se caracterizó por un frenesí constructivo y además colocaba su monograma en edificaciones anteriores a su época como si fuesen suyas, para “engrandecer” su nombre. El hecho de que se hayan encontrado adobes con este monograma, y que la fabricación de adobes haya sido presuntamente el trabajo más común de los esclavos israelitas, aumenta la tendencia a asociar su nombre con la servidumbre hebrea.

Las ciudades que menciona la Torá, Pithom y Ramsés, son identificadas por Keller como Per-Itum (“la casa del dios Atum”) y Pi-Ramsés-Meri-Amón. Incluso, según el autor, “una inscripción de la época de Ramsés II habla de ‘Pr’, ‘los que arrastran los bloques de piedra para la gran fortaleza de la ciudad Pi-Ramsés-Meri-Amón’. Con las letras pr se designa a los semitas en el idioma escrito de los egipcios”, dice Keller.

Tanto Pithom como Ramsés quedaban en el área que la Biblia denomina Goshen, en el delta del Nilo, región muy fértil donde según las escrituras estaban asentados los israelitas.

Especulaciones sobre los milagros

Desde hace muchos años se han ofrecido explicaciones científicas a los “milagros” del Éxodo, desde las plagas hasta el cruce del Yam Suf, e incluso para el agua que brotó de la piedra golpeada por Moisés.

La plaga de la “sangre”, es decir, el color rojo que adoptó el Nilo (producido por reacciones ferrosas o por una “marea roja” de algas), así como las langostas, son fenómenos relativamente frecuentes en esa área, y lo eran aún más en tiempos antiguos. Por otra parte, se ha planteado que la “oscuridad”, el “granizo ardiente” y luego la “división de las aguas” (que permitió el paso a los israelitas) pueden haber sido consecuencia del estallido de un volcán en el Mediterráneo oriental, específicamente en la isla de Santorini. Sin embargo, Keller comenta que no existe explicación científica para la “muerte de los primogénitos”.

En 2006, el canal History trasmitió un documental dirigido por Simja Jacobovici, llamado The Exodus Decoded (El Éxodo decodificado). En él se acoge la hipótesis del volcán, y se propone que los primogénitos eran los únicos que en Egipto tenían el privilegio de dormir en camas y no en balcones o en los tejados de las casas, razón por la cual podrían haberse asfixiado más fácilmente con las emanaciones volcánicas; obviamente, esto suena demasiado rebuscado e incluso contradictorio: quienes durmieran afuera se asfixiarían antes.

Según el citado documental, el faraón del Éxodo no fue Ramsés II sino Ahmosis I, cuyo reinado fue anterior en casi dos siglos (1549-1524). Para Jacobovici, los israelitas eran en realidad los hicsos, y Ahmosis fue el faraón que liberó a Egipto de su dominio para fundar el Imperio Nuevo. Esto se alejaría radicalmente de la historia bíblica y agregaría nuevas incertidumbres a la historia.

Con respecto al recorrido de los israelitas por el desierto, casi cada fuente que se consulte ofrecerá una ruta distinta. El Yam Suf de la Torá ha sido comúnmente identificado con el Mar Rojo, pero tanto Keller como Jacobovici proponen que el nombre debe traducirse como “Mar de los juncos” o “de los cañaverales”, que quedaba más al norte. Este “mar”, en realidad un lago, ya no existe, pues según Keller resultó obliterado por la construcción del Canal de Suez. Otros mapas muestran el cruce en distintos lugares, y luego numerosas rutas posibles por el Sinaí, pues los nombres que aparecen en la Torá pueden ser asociados a varios lugares en el desierto, algunos identificables y otros verdaderamente enigmáticos.

Otro milagro famoso es el del maná. Keller cita varias investigaciones que, presuntamente, demuestran la existencia de esta sustancia; de hecho, él afirma que el maná es una de las “exportaciones de la península del Sinaí”. El maná sería la secreción de una especie de tamarisco, que por esa razón recibe el nombre científico de Tamarix mannifera. Las gotas de este néctar brotan cuando el tronco es perforado por un insecto de la zona, la cochinilla. Las gotas de color blanco caen al suelo, de donde, siempre según Keller, los beduinos las recolectan temprano por la mañana. Son muy dulces y pegajosas, y si no se recogen pronto se ponen amarillentas o las hormigas las devoran.

Esta explicación la ofreció por primera vez el decano de Maguncia, Breintenbach, nada menos que en el año 1483. Breintenbach escribió que el maná “cae por la mañana al amanecer, cual rocío o escarcha, a gotas sobre la hierba (…) Es dulce como la miel, y se adhiere a los dientes cuando se mastica”. El botánico alemán Shrenberg reiteró el origen vegetal del maná en 1823; en el siglo XX, dice Keller, lo confirmaron Frederik Bodenheimer y Oscar Theodor, investigadores de la Universidad Hebrea de Jerusalén.

Keller agrega que, cuando las condiciones climáticas son adecuadas, la cantidad de maná es tal que “los beduinos del Sinaí suelen recoger cada mañana medio kilo por hombre, una cantidad apreciable que puede ser suficiente para alimentar a una persona adulta”. Sin embargo, esta sería una dieta muy pobre, abundante en azúcares pero casi desprovista de proteínas y grasas. Es difícil imaginar que millones de personas se alimentaran durante décadas con las secreciones dulces de unos árboles que solo existen en los oasis del desierto… aun aceptando que millones de personas pudiesen vivir en un desierto tan hostil.

Keller también afirma que el flujo de agua de las rocas es algo natural. Cita el caso de un tal C.S. Jarvis, gobernador británico del Sinaí durante 30 años, quien presenció cómo un sargento del cuerpo de camelleros que estaba acampando en un valle seco, en busca de agua, “cogió el pico de las manos de uno de sus hombres y empezó a cavar con mucho brío (…) Uno de los duros golpes dio contra la peña. La superficie lisa y dura de esta, formada por calizas viejas, se quebró y cayó al suelo. Con ello salió a la luz la piedra blanda del interior y de sus poros brotó un grueso chorro de agua”.

También se ha demostrado cómo ciertos arbustos del desierto, cuyos tallos y hojas son ricos en aceite, pueden arder si una gota de rocío concentra los rayos del sol como una lupa, o cuando la caída de rocas en una colina genera chispas. El texto bíblico, que afirma que la zarza que vio Moisés ardía “sin quemarse”, podría explicarse como una exageración posterior.

En conclusión, pueden ofrecerse innumerables “evidencias” sobre la historia de Pésaj, pero resulta imposible demostrar que el éxodo ocurrió tal como lo describe la Torá. Si se trata de una historia cierta, 3300 años son un período demasiado largo como para que se pueda estudiar adecuadamente. Los registros egipcios pueden haber sido alterados o parcialmente destruidos, el lenguaje empleado en la Torá puede interpretarse de maneras distintas según el punto de vista de quien lo haga, y la mentalidad de quienes la escribieron es muy distinta a la de hoy. Para algunos historiadores es un tema de gran interés, mientras que para otros está fuera del campo de la ciencia. Y a fin de cuentas, para los más devotos la evidencia científica no debería ser necesaria, pues por definición deben aceptar la narración literal de la Biblia como un acto de fe.

FUENTES:
Keller, Werner (2ª edición, 1985). Y la Biblia tenía razón. Barcelona: Ediciones Omega.
Roth, Cecil (sin fecha). An archaeological Passover Haggadah. Tel Aviv: E. Lewin-Epstein Publishers.

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