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En el cuento “El soborno”, de Jorge Luis Borges, el cínico protagonista Eric Einarsson le dirige al otro personaje estas palabras: “Comprendí, mi querido Winthrop, que a usted lo rige la curiosa pasión americana de la imparcialidad. Quiere, ante todo, ser fairminded.” (Justo e imparcial). Borges concluye que un pecado los une: la vanidad.
Felix Frankfurter (1882 -1965) podría ser Winthrop. Fue protagonista de la historia de los Estados Unidos a lo largo de medio siglo. Nació en Austria, sus antepasados habían sido rabinos durante generaciones, pero consideró su religión como “un accidente de nacimiento”. En 1894, tenía doce años, su familia emigró a Nueva York. Estudió derecho en Harvard, donde luego fue profesor, e hizo toda su carrera como jurista y funcionario público. Si bien se consideraba “políticamente sin hogar”, con 29 años fue secretario de guerra (1911–13), asesoró a Woodrow Wilson en la conferencia de paz de París (1919), mientras era delegado sionista en la misma conferencia. En 1920 fue uno de los fundadores de la American Civil Liberties Union (ACLU) con la misión de proteger objetores de conciencia, izquierdistas y sindicalistas. Se involucró en el caso de los anarquistas Sacco y Vanzetti, publicó artículos y escribió un libro sobre el juicio.
Más tarde, trabajó junto Franklin D. Roosevelt en la legislación del New Deal (1933–39) hasta que éste lo designo como juez de la Corte Suprema, cargo que desempeñó hasta su jubilación en 1962. Su pensamiento jurídico se expresa a través de varios libros pero sobre todo en los más de 600 textos redactados para la Corte exponiendo sus posiciones sobre los casos.
Sus virtudes no fueros escasas y, seguramente, el “fairminded”, la obsesión de ser justo e imparcial, aun contra sus convicciones, marcó su vida y como el personaje de Borges, no siempre para bien.
Siendo una voz ampliamente escuchada, rechazaba sin embargo el principio de autoridad. En una conferencia dictada en los años 50 protestó ante el hecho de que “resulta muy difícil para los individuos refutar la autoridad de ciertas personas tanto como es difícil lograr que tomen sus decisiones en base a la lectura de documentos. Aun recuerdo mi furia, verdadera furia, contra una amiga, muy inteligente y devota de la causa de Sacco y Vanzetti […] quien, durante una cena, más que discutir con los que planteaban dudas y preguntas sólo respondía: ‘No se nada del asunto. Para mi es suficiente seguir la opinión de Felix Frankfurter.’ Ni siquiera se había tomado el trabajo de leer el libro que yo había escrito. […] John Morley dice que lo más importante en la vida de un hombre es decir que cree tal cosa o tal otra dando por supuesto, por la sola enunciación de su opinión, que debe suponerse que ésta ha sido precedida de toda la reflexión y la investigación necesarias.”
Como juez de la suprema corte Frankfurter adhirió al llamado minimalismo judicial. “Los jueces no son legisladores” sostuvo, por lo tanto los tribunales no deben interpretar la ley fundamental, la Constitución. También defendió la autonomía de las constituciones estatales y aun de las organizaciones para darse sus propias reglas. Para evitar la contaminación de su tarea con sus opiniones personales y el peso de su limitada capacidad de comprender los intrincados hábitos de una comunidad, los jueces debieran de obrar con extrema prudencia (self restraint).
Esa obsesión por el juicio justo y el estudio, más aun cuando iba contra sus convicciones, terminó traicionándolo y poniéndolo en situación de amparar decisiones racistas o discriminatorias. Su prestigio cayó en picada en 1940 a raíz del llamado caso Gobitis.
Por razones religiosas, los testigos de Jehová se negaban a jurar la bandera. Para ello se amparaban en la Primera Enmienda de la Constitución que garantizaba la libertad religiosa en el marco de un estado neutro. Muchos niños fueron expulsados de los colegios y la decisión fue ratificada por los tribunales. Un caso llegó hasta la Suprema Corte: el de los hermanos Lillian y William Gobitis, alumnos de la escuela pública de Minersville (Pensilvania), de doce y diez años respectivamente.
Los niños habían sido agredidos sistemáticamente con la tácita complicidad de la dirección del centro y más tarde fueron expulsados.Frankfurter esgrimió algunos principios patrióticos, pero sobre todo argumentó que contradecir al colegio y al estado de Pensilvania significaría inmiscuirse “en el terreno pedagógico y psicológico, un campo para el que las cortes no poseen una competencia marcada y reguladora.” En medio del debate rechazó la idea de que como judío debería “proteger especialmente a las minorías.”: “Cuando se ejercen funciones jurisdiccionales, se deben dejar de lado las propias opiniones sobre las virtudes o los vicios de una determinada ley. La única cosa que debe tomarse en consideración es si el legislador pudo, razonablemente, dictar tal ley.”
Las consecuencias fueron terribles. Además de la expulsión de los centros de estudio de cerca de dos mil jóvenes Testigos de Jehová, se certificaron 335 casos de ataques diversos, con golpes, apaleamientos y torturas. En 1943 se presentó un nuevo un nuevo caso ante la Corte Suprema que revirtió su anterior dictamen. Frankfurter se opuso, pero la elocuencia de su colega Robert H. Jackson no solo ganó los votos de los restantes miembros sino que redactó la resolución:
“Quienes comienzan por eliminar por la fuerza la discrepancia terminan pronto por eliminar a los discrepantes. La unificación obligatoria del pensamiento y de la opinión sólo obtiene unanimidad en los cementerios… […] Si hay alguna estrella inamovible en nuestra constelación constitucional es que ninguna autoridad pública, tenga la jerarquía que tenga, puede prescribir lo que sea ortodoxo en política, religión, nacionalismo u otros posibles ámbitos de la opinión de los ciudadanos.”
Más allá de que aún se mantendría durante dos décadas en la Corte Suprema, hasta el fin de sus días, Frankfurter se limitó a refunfuñar, enfurecerse, criticar a sus colegas y hacer largas alocuciones que nadie escuchaba. En 1962 sufrió un derrame cerebral y dejó el cargo.
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