Glosarios: Las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP) fueron campos de trabajos forzados que existieron en Cuba entre 1965 y 1968. Allí estuvieron unos 25.000 hombres, básicamente jóvenes en edad militar que por diversos motivos se negaban a hacer el servicio militar obligatorio (miembros de algunas religiones) o bien que eran rechazados en las Fuerzas Armadas Revolucionarias (homosexuales).
Para conocer mas a fondo vea este documental
Omitiremos comentarios acerca de cómo este sacerdote ignora el propósito de Jehová y como lo culpa de que lo sucedido fue voluntad de Él. Centrémonos en las cosas que narra acerca de los sufrimientos de nuestros hermanos.
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El cardenal Jaime Ortega, las Umap y el mandato de Dios
¿Sería posible que Dios creara la barbarie y luego enviase a uno de sus ministros para que consolara a los que Él había condenado injustamente?
Hasta ahora, no había ocurrido que algún medio de la Isla (recordemos: todos en la nómina de la dictadura) entrevistara a un exconfinado Umap para hablar de este tema.
Pero al fin esto ha sucedido recientemente. El pasado 15 de agosto, la emisora Radio 26, de Matanzas, como otras del mismo territorio, entrevistaron al cardenal cubano Jaime Ortega, interesándose los entrevistadores, entre otras cuestiones, sobre la estancia del prelado, durante 8 meses, en las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (Umap), reales campos de trabajo forzado que existieron en Cuba de 1965 a 1968, a los que fueron enviados religiosos, homosexuales, amantes de la llamada “dulce vida” y otras personas, jóvenes y no, que no cumplían, según el castrismo, con los requisitos que establecía el dogma comunista.
En la entrevista aludida, Ortega expresa que “Las UMAP fueron una experiencia única en la vida de un sacerdote”, y agrega: “Si Dios quiso que esto [las Umap) fuera así, entonces ¿qué quisiera él de esto? Ah, que yo sacara una lección tremenda de lo que es el ser humano, de la misericordia que hay que tener, de lo que sufre la gente y eso es importante”.
Es decir, no fueron Fidel Castro y su equipo quienes quisieron “que esto fuera así”. Fue Dios.
Dios quien encerró a más de 22 mil hombres inocentes entre cercas con 25 pelos de alambre de púas, más cinco de antifugas. Dios quien determinó que estos hombres, mal comidos, trabajaran de sol a sol rodeados por sus verdugos armados.
No fue Fidel Castro, sino Dios quien quiso ponerlos a prueba enviándoles en trenes de carga, sin siquiera agua e inodoros, en autobuses con las mismas carencias, hacia un destino que los implicados desconocían.
Dios quien llevó a tantos confinados Umap a automutilarse severamente con tal de evadir la inclemente jornada en el surco y el duro encierro.
Pero para el cardenal Jaime Ortega: “No creo que [las Umap] me marcara negativamente, en el sentido de tener después recelos y rencores. En medio de todo eso fue una experiencia tremenda de conocer la vida, como no la puede conocer uno en los estudios de Teología”.
“Como no la puede conocer uno en los estudios de Teología”, dice el cardenal. Se me ocurre, a partir de lo dicho por el purpurado, que el catolicismo debería implantar, en el mundo todo, algún salvajismo parecido para que los sacerdotes se graduaran con verdaderos honores en la Teología.
En la entrevista citada, el Cardenal hace saber que salió de Cuba en 1960 “en una situación dificilísima”. “El país estaba en una agitación enorme, estaba comenzando un éxodo tremendo. (…) Después vino el cierre de los colegios por la nacionalización de las escuelas, la salida de muchos sacerdotes y de religiosas”.
“La salida”, dice el cardenal Ortega, no “la expulsión”. No vio el Cardenal a las monjas y alumnas vejadas, maltratadas, insultadas por las turbas que se decían “revolucionarias”; no las vio llorar junto a las escuelas que eran cerradas de modo inclemente delante de sus ojos.
No estuvo el Cardenal cerca de una iglesia católica, cercada por las hordas “revolucionarias” que durante horas bramaban hacia el interior de la instalación: “¡Los curas, cabrones, /que se quiten la sotana/ y se pongan pantalones!”
No lo vio. No supo de eso.
Durante sus 8 meses de confinamiento en las Umap (Unidades Militares de “Ayuda” a la Producción, no de “Apoyo”, como dice en el texto a que nos referimos), el cardenal Jaime Ortega afirma que “Sería increíble el anecdotario de lo que era la presencia de un sacerdote en medio de aquellos hombres desesperados. Yo era muchacho”.
“Yo era muchacho”, dice. Sobre esta frase tengo mis dudas: ¿se es un muchacho a los 30 años de edad? Según la Unicef, uno es niño hasta los 18 años.
Un muchacho sí, un niño entonces, era aquel que vi, agobiado por la premura que exigían los soldados con bayoneta calada que rodeaban el tren, aquella madrugada del 20 de junio de 1966, para que los reclutados, luego de día y medio encerrados, se lanzaran del vagón a toda prisa, caer de espaldas y, sin duda, fracturarse la columna vertebral, según los gestos inútiles que hacía para ponerse en pie; aquel que, con los ojos desorbitados, estiró el brazo hacia quien le quedaba más cerca, yo, con la ilusión de que lo ayudara a incorporarse; en el instante mismo en que la punta de una bayoneta me indicó seguir el recorrido hacia los camiones que esperaban.
Un niño, un muchacho, mi amigo Luis Becerra Prego, 17 años, que una noche, desesperado, sin duda fuera de sí, me pidió que lo matara, que él no podía resistir más y no tenía valor para hacerlo con mano propia.
En otras de sus anécdotas en la entrevista citada, Ortega cuenta que “Un hombre que no sabía leer ni escribir me pedía que yo le leyera las cartas de su mujer, más nadie que usted me las lee. Después él me decía lo que quería ponerle a la mujer en las cartas”.
¿No habrá en lo anterior algún anacronismo? Lo digo porque es de conocimiento mundial que, en el año 1961, en Cuba se erradicó para siempre el analfabetismo.
Cuenta asimismo el Cardenal que, poco después de haber llegado al campamento al que lo habían destinado, “Viene un grupo y me rodea a mí. Uno de ellos me dijo: ‘usted ha venido aquí para darnos consuelo’ y yo dije ‘… ah ya, aquí habló la voz de Dios, para eso estoy aquí’. Para eso estaba yo allí”.
Me surge una duda: ¿sería posible que Dios creara la barbarie y luego enviase a uno de sus ministros para que consolara a los que Él había condenado injustamente?
“Al salir de la jefatura de policía [de Palma Soriano] nos sacaron atravesando el parque central a la vista de todo el pueblo custodiados por guardias con bayonetas. Recuerdo la mirada de mi hijo, que tendría entonces unos nueve o diez años, que veía a su padre, preso. Me quedé allí contemplando aquella cara. Aquello fue algo que me partía el alma. Mi esposa estaba a su lado. El viaje desde Palma Soriano hasta Esmeralda [hacia las Umap] duró como 20 horas. Durante el viaje sólo tomamos agua en Contramaestre y eso servida en cubos que tenían jabón en el fondo”. Testimonio del reverendo Orlando Colás, de 38 años de edad, aparecido en el invaluable libro La Umap: El gulag castrista, del emblemático y ya desaparecido historiador cubano Enrique Ros (Ediciones Universal, 2004). En el viaje, Colás se fracturó una costilla, pero aun así “Nunca pude ver a un médico para mi hueso roto más bien me obligaban a trabajar y si me quejaba o explicaba mi problema se burlaban de mi profesión pastoral”.
Del mismo libro de Ros, transcribo varios de la infinidad de impactantes testimonios recogidos en él.
El confinado Renato Gómez relata que, capturados tres “soldados” Umap que habían intentado fugarse: “Un capitán oriental, mulato, con el pelo peinado a lo Angela Davis, nombrado Iván Magaña, constantemente los increpaba, escupía hacia donde ellos estaban, y les echaba al hueco la tierra que ellos sacaban empujándola con las botas. Era una situación tan insoportable que salieron rápidamente del hueco que abrían, que estaba justo al lado del barracón donde dormían y donde pretendían enterrarlos hasta el cuello. Confrontaron al oficial intercambiando golpes con él y con un escolta”.
Relata asimismo Renato Gómez: “Una tarde aparecieron dos Testigos de Jehová y los pusieron de plantón. Es decir, castigados toda la noche pegados a una cerca”.
“Uno de los que más jerarquía tenía entre los Adventistas se apellidaba Martínez. A ese hombre le dieron tandas de golpes, y lo sometieron a las mayores torturas. Un día, porque lo querían forzar a trabajar el sábado, lo sientan en una silla, amarrado, le ponen un cubo de agua arriba para que le cayera sobre la cabeza una gota y otra gota. Al rato los gritos de este hombre llegaban a la Laguna de la Leche” (un sitio que se halla en Morón, municipio de la provincia de Camagüey).
Luis Albertini, otro confinado, da fe de que a los Testigos de Jehová “…en los primeros meses del primer llamado —diciembre [de 1965], enero de tanto frío— los bañaban con fango, los dejaban desnudos, amarrados a la cerca toda la noche. Les pegaban con bagazo de caña que no dejaba huella en la piel”.
También sobre los Testigos de Jehová, testimonia el ex-Umap Eduardo Ruiz: “Llegaron 32 guajiritos Testigos de Jehová que se negaron a marchar y a ponerse insignias militares”. El castigo fue inmediato: Los “metieron en una cisterna que era por donde llegaba el agua. Allí los mantuvieron de pie sin que pudieran beber agua ni comer alimento alguno. Nosotros nos acercábamos y le tirábamos lo poco que teníamos. A los pocos días los sacaron de allí porque se les iban a morir y los amenazaron con fusilarlos. La respuesta de ellos aún la recuerdo: ‘Fusílennos. Fusílennos. El ejército nuestro no es el ejército de ustedes. El nuestro es el de Dios’”.
El también exUmap Orestes Aceituno, manifiesta en el libro de Enrique Ros: “El jefe del batallón 18 era Ramón Zaldívar que se caracterizaba por su crueldad y maltrato a los confinados. Vi allí cómo torturaban a los Testigos de Jehová, y como a un joven negro lo enterraron vivo, dejándole la cabeza fuera por tres días.” En este mismo batallón estaba recluido Orestes Acevedo: “Vi como al confinado 90 (todos teníamos un número) lo metieron tres días en una fosa donde se encontraban los desperdicios de la basura y las excrecencias. En ese campamento se desató un virus de hepatitis que causó grandes estragos entre los confinados, muriendo varios de ellos por no prestarles atención médica”.
El ya antes citado reverendo Orlando Colás, narra que en su campamento, Mijail I, como a 11 kilómetros del central Esmeralda, vio los primeros abusos con los Testigos de Jehová (…) los maltrataban; los pinchaban con las bayonetas, los cargaban y los ponían, de todos modos, a marchar poniéndoles un palo debajo entre las piernas, y los alzaban. Si se tiraban al suelo los levantaban a empujones; si gritaban, les echaban tierra en la boca para callarlos Y vimos el castigo a los Adventistas del Séptimo Día que, por respeto, no trabajan los sábados. Como en los campamentos se trabajaba los siete días de la semana, los forzaban a trabajar los sábados.
“A un adventista, reverendo Isaac Suárez, lo amarraron a un naranjo lleno de espinas y le decían: —Ahora tú eres Jesucristo, y te vamos a crucificar. Lo dejaron así, al sol, todo el día. A otro lo llevaron fuera y le hicieron lo mismo. A algunos los metieron en la tierra tapándolos completamente, dejándole fuera solo la cabeza, dos días al sol”.
Pedro Cedeño, un joven de Cabaiguán reclutado para las Umap, recuerda que el primer día del “pago” mensual (7 pesos), los 15 o 20 Testigos de Jehová que había en su campamento, se negaron a recibir el sobre con el pago. “Les dieron una paliza enorme. Se los llevaron al patio y los pusieron contra la cerca amenazando con fusilarlos. Trajeron soldados con armas largas pero tiraron al aire. Los Testigos se quedaron imperturbables, como si nada pasara”.
Juan Rodríguez, de San José de las Lajas y de 16 años de edad, afirma en La Umap: el gulag castrista, que en su campamento vio muchos casos de mutilaciones: “yo mismo fui ‘mutilador’ cuando algunos compañeros me lo pedían. Lo hacía no con el machete sino con una mocha afilada”. Agrega Rodríguez que allí en su campamento hubo casos de rebeldía, como el de “dos homosexuales [que] trataron de fugarse”, pero fueron capturados y regresados al campamento. Entonces “el capitán Zapata comenzó a interrogarlos y maltratarlos” y “uno de ellos lo escupió. Fue violentamente castigado” y en el campamento “se creó una muy tensa confrontación”.
El Pastor Manuel Molina, confinado en el campamento de Mola (de cuyo nombre no quiero acordarme), en el cual estaban confinados religiosos de distintas filiaciones, narra en el libro de Enrique Ros:
“Nos tomaron a 17 religiosos; adventistas, Testigos de Jehová y del Bando Evangélico Gedeón, y nos amenazaron con fusilarnos”
“Nos fueron llamado uno a uno detrás de un monte espeso y los que quedábamos oíamos las descargas de los fusiles. Al terminar conocimos que era sólo unos falsos fusilamientos. Pero vencimos porque nos permitieron continuar respetando el sábado como el Día del Señor”.
En La Umap: El gulag castrista, el exconfinado Renato Gómez cuenta que conoció al hoy cardenal Jaime Ortega cuando este era “un sacerdote lleno de amor, buena persona. Antes de ser cardenal yo hablé con él infinidad de veces. Las UMAP era un tema que él no quería tocar. Cuando regresamos a La Habana yo le manejé algunas veces y en una oportunidad, en un viaje de regreso me dijo: ‘Te tienes que ir del país. No puedes seguir aquí. Es hora que te vayas’
“Me ayudó en mi salida. Pero no quería Ortega hablar de la UMAP, me insistía: ‘Sácate eso de la cabeza. No guardes ningún odio en el corazón para que seas un hombre de bien. Hay cosas que te hacen daño. Tienes que sacarlas. Si no, no vas a ser feliz’. Esa conversación la tuvimos en el Arzobispado de La Habana, el día de mi salida del país cuando fui a visitarlo en compañía de mi familia para despedirnos de él, de su mamá y su tía que estaba con él.
“En sus visitas a Miami lo vi en varias ocasiones en casa de sus familiares; no tuvimos mayor comunicación y las posiciones no eran coincidentes. Nunca me visitó en España. Sí compartí cuando estaba en España con otros obispos y sacerdotes que ejercen su labor aún en Cuba, con los que me unen buenos afectos. Luego de su ordenación ya no tuvimos mayor comunicación. Discutíamos”.
Dios mío, si has sido Tú el responsable de que mi madre y miles más lloraran veinte días con sus noches sin saber hacia dónde se habían llevado a sus hijos; si fuiste Tú quien decidió que mi amigo Armando Suárez del Villar, aun con sus pies planos y escoliosis, tuviera que bregar en un surco de sol a sol, o que mi compañero Jesús Soriano, con un solo pulmón, tuviera que realizar labor semejante y semejante trabajo, hasta el desmayo, aquel Luis Estrada Bello, el hombre físicamente más débil que he visto en mi vida…; si fuiste Tú quien decidió que aquellos hombres, víctimas, sin embargo arrastraran de por vida el expediente de victimarios, que aún hoy pesa sobre los sobrevivientes… Yo no podría perdonarte.
Pero yo sé que no fuiste Tú.
Hoy, como siempre, queda en tus manos perdonar o no a tus ministros descarriados.
Ya ven. Así van las cosas.
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